viernes, 2 de diciembre de 2011

SEÑAS de ENTIDAD

Esos reflejos animados, estas imágenes del gran espejo del mundo, parecen hablarme señalándome. Me aluden imputándome un nombre. Buscan complicidad contándome una historia que, dicen, es mía. Esos rostros apuntan sus miradas al espacio que los ve y le llaman “Tú” reclamando que sea por mí reconocido como “yo”.

Ese espacio-“yo” representa para ellos una posición, una ubicación, un punto de partida y de vista.
Esos fantasmas dicen que me muevo, que ando, que me desplazo por un mundo que compartimos. Pero la apreciación es bien distinta. Son ellos los que evolucionan en una extraña realidad impalpable y ajena a mí mirar. Una realidad que ese espacio que indican machaconamente como “yo”, engulle constantemente. Me hablan de movimiento, de ir y venir, de subir y bajar, de girar a izquierda o a derecha. Pero es sólo ese escenario sugestivo y sugerente el que lo hace. El espejo se desplaza y arrastra con él sus proyecciones produciendo por doquier imágenes y más imágenes que aparecen y desaparecen de escena, como unos prismáticos que acercan o alejan una realidad que no puede ser tocada con unas (mis) manos que, apareciendo en el campo de visión, son tan partícipes como cómplices de la realidad que pretenden verificar palpando al pasar a formar parte de un cuadro que quizá ellas mismas creían estar pintando desde el otro lado del lienzo.

Y es que todo lo observado y contemplado no puede nunca ser el ojo visionario ¿quién observaría qué?. Nada de lo representado podrá ser nunca el representante ni el “representador”.
La visión, mejor el VER, el presentarse, nos presenta a su vez el mundo cuando enfoca la energía de la atención. Alumbra todos los eventos y fenómenos que, nos decimos, están ahí, fuera. Pero fuera ¿de qué? ¿de quién? ¿Cuál es la frontera de un adentro y un afuera? Dónde está el límite real entre el espejo y lo reflejado. ¿Puedo acaso mirar dentro del espejo, más allá de su superficie, para contar la cantidad de imágenes contenidas en él?
Cuando esto hago, al asomarme, por encima de todas, “aparece” un rostro que acapara casi al completo el espacio y encubre el interior impidiéndome la aventura del des-cubrir. El “sentido común” me enseñó que eso “que aparece” soy yo. Me aleccionó para que aceptara tal propuesta como mi propio rostro a fuerza de establecer una absurda asociación una, y otra, y otra vez. El hábito quedó adherido a la visión, y el concepto eclipsó la realidad. La imagen desplazó al vacío. Un vacío que a partir de ese momento estará abocado a dejarse “llenar” compulsivamente con todo tipo de experiencias que me señalarán, como un espejismo, que eso es el mundo poblado por un sinfín de fenómenos, muchos de los cuales denominaré seres y los trataré como a mis “semejantes”.

El telón quedará echado y, paradójicamente, comenzará la función. Un espectáculo que de una manera compulsiva debe mantener su continuidad, pase lo que pase, caiga lo que caiga, aunque sea la verdad de una mirada inocente y pura que se asomó a ese espejo buscándose a través de la extrañeza y acabó pagando su osadía siendo arrancada bruscamente de ningún sitio para ser arrojada a otra parte, al plano de la definición, de la condición y del simulacro conceptual.
A partir de ese entonces ya no te verás y referirás a ti a través de lo visto. Quedarás condenado y atrapado, enajenado, tomando lo extraño como propio, y te habrás extraviado en tu mismo reino sin salir de casa. Te verás perdido y confuso en el bosque de los argumentos, tratando en vano de justificar tamaña farsa. Serán precisamente tus propias proyecciones, los otros, los principales cómplices. Ciegos con ojos cuya mirada apunta siempre más allá de sí mismos, a un afuera compartido y consensuado, incluso en su gran dosis de contradicción. 

Ahora todo serán fronteras, límites y reglas. Normas y posiciones. Lo tuyo y lo mío. El lenguaje de la yoidad y la propiedad está servido. Las fichas dispuestas en el gran tablero de la estrategia. Y tú, convertido en, e investido de “tú”, mueves y juegas vencido de antemano. Convencido de un pasatiempo convenido. Seas entrando en el engranaje de lo previsible. Has dejado de ser ORIGINAL. Y con el tiempo todo huele a  rancio, a pasado. Un pasado que cada vez pesa más y que te ves impelido a arrastrar en tu deambular por el espejismo, como la bola del preso encadenada a tu falta de convicción al acatar tus trabajos más que forzosos, como mínimo forzador.

Y por la noche, con la mirada que se escurre entre los barrotes del ventanuco de tu celda, con callos hasta en el alma, apenas te quedará osadía para vislumbrar ese quicio de luna que te hará soñar otra vida. Otros rumbos por explorar, te dirás extenuado. Y surcarás otros mares embarcado en el pensamiento alimentando la misma ignorancia que llevó tus huesos a esa mazmorra a través del laberinto de la ilusión. Clamarás a un Dios inventado como si un poder superior a ti pudiera remontarte más allá de la pesadilla. Y te refugiarás así en la ensenada del conformismo y la predestinación. Cederás tu escaso y famélico poder a tu construcción divina, agarrotando tus posibilidades. Habrás puesto así precio a tu libertad. Un muy alto y sagrado precio que habrás de pagar como peaje en la autopista de la religión.
¿A través de qué extraños mecanismos y procedimientos ese espacio apersonal que se asomaba (más bien generaba con su visión imparcial) al mundo se enajena de sí y se extravía en su juego?
¿Por qué perdemos el referente de los fenómenos que apuntan, como enseñanzas, con su naturaleza cambiante e ilusoria, a nuestra propia esencia que es en verdad lo único que permanece tan inamovible como vacío de implicación y afectación?
¿Qué suerte de sortilegio es aquél que nos lleva de experiencia en experiencia, ávidos de algo que nos haga sentir cualquier cosa con tal de no reparar en nosotros mismos más allá de toda forma, sonido o sabor?
Si todo es presenciado desde ese espacio incondicionado que observa mudo el espectáculo de la manifestación con sus múltiples cabriolas, ¿de dónde viene ese horror al vacío?

Si mi auténtica naturaleza tiene que ver con un mirar sereno y a-personal, no afectado ni alcanzado por nada, y sin embargo conteniéndolo y absorbiéndolo todo, ¿por qué me siento impelido y empujado a olvidarme de mí para perderme en mi reflejo impreciso?
¿Por qué extravío mi luz creativa en los matices cromáticos derivados de ella hasta el punto de no ver (ni aceptar) ya otra cosa que el producto desvaído, quedando ciegos a la fuente original?
Quizá cabría preguntar “¿por qué tanto por qué?” o más bien,  “¿por qué, por qué?”.
En la orientación de los interrogantes hay mucha pitanza que no hace otra cosa que cebar más aún el extravío, girando en el desvarío, enredando sobremanera la madeja del olvido.
Después dos mil preguntas suscitadas una a una tras cada propuesta de respuesta, te encontrarás en el centro mismo del laberinto intelectual que tú mismo has creado con tu deambular absorto en tus cavilaciones de aprendiz de metafísico. Todos esos supuestos amontonados han levantado unos muros tan inexpugnables como los que pretendías derribar para ver esa realidad esquiva y oculta. Por ello, una vez apuntamos, que de tanto mirar perdimos la visión. De tanto dar crédito a lo que vemos nos empobrecimos perdiendo nuestra herencia, desperdiciando nuestros recursos que, en verdad, siempre están ahí, disponibles, a mano, más que la misma mano que dicen mía y que es mejor amputar, como la distorsión que la produce, para poder tomar lo que es nuestro, tan nuestro, que es nosotros mismos. ¿Cómo podríamos dejar de ser lo que somos? Incluso en el destierro, aun despojado de todas “mis” pertenencias, me tengo a mi mismo. Siempre soy yo. Eso va conmigo. El equipaje y el viajero son uno y lo mismo. No hay más bagaje. Eternamente único. Original. Caminando o en quietud. Hablando o en silencio. Sólo yo. Siempre yo.

Un reposado y discreto mirar, pura serenidad, lo acaricia todo sin esfuerzo o pretensión. Sin tensión.
El reflejo vuelve al espejo que a su vez se reasume en sí mismo al descubrir su función. Como un espejo frente a otro espejo que re-flexiona. Un reflejo ante el reflejo reflejado. El origen contrapuesto a lo originado por sí mismo. El principio y el fin abrazados en un anillo eternamente recorrido y socorrido por la humildad y el amor.
El Padre y el Hijo. Lo pensado y lo manifiesto.
Lo deseado y lo adquirido antes siquiera de ser apuntado.
El dos y el uno. Sólo uno. Un no-dos en la unidad. La compasión más sincera de crear el propio crear. De liberar el albedrío para que todo sea y se dé.
Por sí mismo. Para sí mismo. En sí mismo. Sí. Lo mismo.
Lo mismo ensimismándose merced a una oportuna crisis de entidad.
Indiana Om

 © Todos los derechos reservados

1 comentario:

  1. Profundidad tiene el texto, enhebra una idea tras otra y nos va llevando a eso que sabemos y, en ocasiones, nos empeñamos en negar: que somos nuestros propios compañeros para siempre. Todo lo demás, e incluso los demás, van y vienen.
    Encantada de conocerte, MJ (aunque tengo la intuición de que ya te conocía, no sé), y más siendo de Murcia. Si, además, conoces a Begoña, miel sobre hojuelas: le tengo un grandísimo cariño.
    Un abrazo muy grandote.

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