lunes, 29 de septiembre de 2014

LA PARADOJA DE LA EXISTENCIA




 EL DELIRIO DE LA EXPERIENCIA.
 





El hombre es pura imaginación. Una imagen imaginada. Un producto. Una experiencia que a su vez subgenera en su transcurso todo un dédalo de nuevas experiencias que rozando y rodando, generan otras muchas, y éstas otras, y otras, así ad infinitum

Todo suceso, todo fenómeno, todo evento, toda “ocurrencia” está impregnada en su expresión de tiempo y espacio. Lo que denominamos tiempo y espacio, no son valores observados por sí mismos. Son inherentes al transcurrir, son puro devenir. En realidad vemos sucesos de eventos, manifestaciones de seres o cosas, y tan sólo hay tiempo y espacio, un pasar, un discurso que no significa en sí y por sí mismo nada. Pero para que algo suceda necesita la complicidad inherente de un foco energético que lo alumbre. Esa luz activa es “yo”. Es eso que denominamos así y que a sí mismo se dice que es. Que es y, además, que es eso. Nada sucede si no es para alguien. Cuando “algo” sucede necesita ese principio creativo, precisa que le ocurra a “alguien”, es absolutamente necesaria su incondicional complicidad.

Es aquí donde cabría plantearse que nosotros, lo que entendemos, o al menos denominamos, nosotros, no somos los hacedores exclusivos de las cosas, de los sucesos como muchas veces se ha apuntado, o, si lo somos, al menos lo somos tanto como las propias cosas lo son de nosotros.

Si la conciencia se emplaza en el sujeto “experimentador”, desde esa ubicación, el contrapunto, el objeto que es “experimentado”, parece un subproducto de eso que se conviene en llamar mente, y ésta parece algo de la total propiedad exclusiva del sujeto. Se le atribuye como un valor distintivo, propio de él, rasgo definidor que puede llegar incluso a reducirlo a pura mente sin más, pura “conscienciación” si lo llevamos al límite. Y la conciencia, principio activo en su “pasividad” aséptica, se “ensimisma” en ese punto, pliegue o poro del mar de expresión de la manifestación.

Esa mente, instrumento de la conciencia para conscienciar y conscienciarse, emana sus propias luminarias, subproductos de una luz inicial, y las reglas de un juego compatible a su naturaleza e intensidad, se instalan: el devenir con sus principios, la del espacio y el tiempo.

Pero las cosas, los fenómenos alumbrados, son tan mente como el sujeto, como el protagonista inventado. Ellas revelan al sujeto tanto como éste hace “aparecer” a las mismas. Desde la conciencia que se consciencia conscienciando, son lo mismo. Son de un valor similar, idéntico. La conciencia necesita esas dos alas, sujeto y objeto, al experimentador y lo experimentado, para volar surcando los cielos de la experiencia.

La cosa, podríamos así decir, “expresa” al sujeto tanto como éste cree que proyecta desde la luz de su atención al objeto.

La conciencia puede, en su libre deambular, posarse sobre la atalaya del “individuo”, o sobre los ramajes aparentemente insondables del bosque de los fenómenos.

Cuando eso que venimos por convención llamando conciencia, un puro “vacío”, se desliza en un “agujero” imposible de su seno, una de las múltiples, incontables e infinitas oportunidades; lo hace sobre eso que llamamos individuo y entra en un trance necesario llamado identificación para que la experiencia pueda acontecer. La identificación necesitará a su vez unas “señas de identidad” para ocurrir y así “se le ocurre” un cuerpo, una mente y el combustible de una energía, porque una vez que la conciencia se desliza por el ojo del huracán que evoluciona en espiral desde lo invisible, un paso lleva a otro, desde la no forma a la expresión, desde lo increado a lo manifiesto, desde lo sutilísimo a lo sutil, y de lo sutil a lo denso. Dios, espíritu, alma, mente, energía y cuerpo.

Una vez que la conciencia impasible entra en ese huracán imposible producido en ningún sitio y nunca, el movimiento en lo que jamás se mueve ocurre y oscila entre las aproximaciones al eje donde se da el polo de la quietud y fijación aparente que llamamos individuo, y sus incursiones hacia las distintas zonas periféricas que llama objetos.

La conciencia se identifica, se reseña en el sujeto, como algo protagonista, como un agente actante, ubicado en el universo de la experiencia de un mundo en el que “se cree” y afirma que está, al que se contrapone en su delirio que da por sentado que el resto de las manifestaciones que ocurren en ese tornado de sucesos y eventos cambiantes, son ajenos, que le “enajenan”, le cosifican con su inmenso poder de atracción, y es que, los dos polos de la experiencia aparentemente contrarios, complementarios en realidad, se necesitan mutuamente para existir y nunca ocurrirán en valores absolutos, aislados. Si muere el objeto, desaparece el sujeto. Una atracción-repulsión fatal se desplegará a partir de esa dicotomía, una tensión necesaria para subsistir ambos que son lo mismo y nada. Esa lucha de fuerzas en el seno de la nada que ocurre que la memoria nombra a veces como “karma”, iniciará un continuo y desesperado proceso de retroalimentación para subsistir. La conciencia-individuo que no es individuo pero que expresa individuo, jugará al individuo; y la conciencia-cosa u objeto, jugará a suceder. El individuo en su inercia de preservación que llamaremos ego, en su movimiento centrípeto hacia su inubicable eje, núcleo o lo que él cree su esencia, se resiste a “cosificarse” en lo que trata de ajeno a él contraponiéndose y autoafirmándose a los objetos que llama “externos”, precisamente reafirmando en esa separación aún más a los propios fenómenos que cree contrarios a él.

El sujeto les da vida al confrontarse a los objetos y éstos propician la aparición del sujeto a través de esta tensión. Todo es un juego, un producto de esta relación de amor-odio, de polaridades energéticas, de contrapuntos, de enfrentamientos y reencuentros, de expresiones e ignorancias. El sujeto es y no-es. El objeto se deja ser y no-es. Se dice que el sujeto es activo y el objeto pasivo. Pero los cantos de sirena del mundo y las cosas, lanzados a los vientos del acontecer, obnubilan una y otra vez a esa luminaria que ejerce siendo y creyendo que es, acotándose en la frontera irreal con los fenómenos, “haciéndose existir” en esta pugna por la supremacía.

Y en ese poro de la eternidad, en ese pliegue impagable del infinito, la nada se escurre y en su “desliz” roza con el vacío produciendo tornados que inventan un aquí y un allá, un principio y un fin, un propósito. Esos movimientos y no-movimientos centrífugos y centrípetos de la nada, generan en lo imposible la posibilidad de la experiencia y ésta pare a su vez a sus bastardos: el sujeto y las cosas, el individuo y el mundo, el amor y el odio, y toda una gama de fuerzas y energías relacionadas que convenimos (¿quién?) en llamar emociones y sentimientos; etiquetas, conceptos y pensamientos. Materia y Espíritu. Dios y el hombre. Religión y Ciencia. Leyes humanas, leyes divinas. Vida y muerte. Salud y enfermedad. Alguien versus nadie. Nada versus algo. Cristo versus demonio. Malo y bueno. Luz y sombra… vacío y nada.


Indiana Om

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