El hombre es pura imaginación. Una imagen imaginada. Un
producto. Una experiencia que a su vez subgenera en su transcurso todo un
dédalo de nuevas experiencias que rozando y rodando, generan otras muchas, y
éstas otras, y otras, así ad infinitum…
Todo suceso, todo fenómeno, todo evento, toda “ocurrencia”
está impregnada en su expresión de tiempo y espacio. Lo
que denominamos tiempo y espacio, no son valores observados por sí mismos. Son
inherentes al transcurrir, son puro devenir. En realidad vemos sucesos de
eventos, manifestaciones de seres o cosas, y tan sólo hay tiempo y espacio, un
pasar, un discurso que no significa en sí y por sí mismo nada. Pero
para que algo suceda necesita la complicidad inherente de un foco energético
que lo alumbre. Esa luz activa es “yo”. Es eso que denominamos así y que a sí
mismo se dice que es. Que es y, además, que es eso. Nada sucede si no es
para alguien. Cuando “algo” sucede necesita ese principio
creativo, precisa que le ocurra a “alguien”, es absolutamente necesaria
su incondicional complicidad.
Es aquí donde cabría plantearse que nosotros, lo que
entendemos, o al menos denominamos, nosotros, no somos los hacedores exclusivos
de las cosas, de los sucesos como muchas veces se ha apuntado, o, si lo somos,
al menos lo somos tanto como las propias cosas lo son de nosotros.
Si la conciencia se emplaza en el sujeto “experimentador”,
desde esa ubicación, el contrapunto, el objeto que es “experimentado”,
parece un subproducto de eso que se conviene en llamar mente, y ésta parece
algo de la total propiedad exclusiva del sujeto. Se le atribuye como un valor
distintivo, propio de él, rasgo definidor que puede llegar incluso a reducirlo
a pura mente sin más, pura “conscienciación” si lo llevamos al límite. Y la
conciencia, principio activo en su “pasividad” aséptica, se “ensimisma”
en ese punto, pliegue o poro del mar de expresión de la manifestación.
Esa mente, instrumento de la conciencia para conscienciar
y conscienciarse, emana sus propias luminarias, subproductos de una luz
inicial, y las reglas de un juego compatible a su naturaleza e intensidad, se
instalan: el devenir con sus principios, la del espacio y el tiempo.
Pero las cosas, los fenómenos alumbrados, son tan mente como
el sujeto, como el protagonista inventado. Ellas revelan al sujeto tanto como
éste hace “aparecer” a las mismas. Desde la conciencia que se consciencia conscienciando,
son lo mismo. Son de un valor similar, idéntico. La conciencia necesita esas
dos alas, sujeto y objeto, al experimentador y lo experimentado, para volar
surcando los cielos de la experiencia.
La cosa, podríamos así decir, “expresa” al sujeto tanto como
éste cree que proyecta desde la luz de su atención al objeto.
La conciencia puede, en su libre deambular, posarse sobre la
atalaya del “individuo”, o sobre los ramajes aparentemente insondables del
bosque de los fenómenos.
Cuando eso que venimos por convención llamando conciencia, un
puro “vacío”, se desliza en un “agujero” imposible de su seno, una de las
múltiples, incontables e infinitas oportunidades; lo hace sobre eso que
llamamos individuo y entra en un trance necesario llamado identificación
para que la experiencia pueda acontecer. La identificación necesitará a su vez
unas “señas de identidad” para ocurrir y así “se le ocurre” un
cuerpo, una mente y el combustible de una energía, porque una vez que la
conciencia se desliza por el ojo del huracán que evoluciona en espiral desde lo
invisible, un paso lleva a otro, desde la no forma a la expresión, desde lo
increado a lo manifiesto, desde lo sutilísimo a lo sutil, y de lo sutil a lo
denso. Dios, espíritu, alma, mente, energía y cuerpo.
Una vez que la conciencia impasible entra en ese huracán
imposible producido en ningún sitio y nunca, el movimiento en lo que jamás se
mueve ocurre y oscila entre las aproximaciones al eje donde se da el polo de
la quietud y fijación aparente que llamamos individuo, y sus incursiones hacia
las distintas zonas periféricas que llama objetos.
La conciencia se identifica, se reseña en el sujeto, como
algo protagonista, como un agente actante, ubicado en el universo de la
experiencia de un mundo en el que “se cree” y afirma que está, al que
se contrapone en su delirio que da por sentado que el resto de las manifestaciones
que ocurren en ese tornado de sucesos y eventos cambiantes, son ajenos, que le
“enajenan”,
le cosifican con su inmenso poder de atracción, y es que, los dos polos de la
experiencia aparentemente contrarios, complementarios en realidad, se necesitan
mutuamente para existir y nunca ocurrirán en valores absolutos, aislados. Si
muere el objeto, desaparece el sujeto. Una atracción-repulsión fatal se
desplegará a partir de esa dicotomía, una tensión necesaria para subsistir
ambos que son lo mismo y nada. Esa lucha de fuerzas en el seno de la
nada que ocurre que la memoria nombra a veces como “karma”,
iniciará un continuo y desesperado proceso de retroalimentación para subsistir.
La conciencia-individuo que no es individuo pero que expresa individuo, jugará
al individuo; y la conciencia-cosa u objeto, jugará a suceder. El individuo en
su inercia de preservación que llamaremos ego, en su movimiento centrípeto
hacia su inubicable eje, núcleo o lo que él cree su esencia, se resiste a “cosificarse”
en lo que trata de ajeno a él contraponiéndose y autoafirmándose a los
objetos que llama “externos”, precisamente reafirmando
en esa separación aún más a los propios fenómenos que cree contrarios a él.
El sujeto les da vida al confrontarse a los objetos y éstos
propician la aparición del sujeto a través de esta tensión. Todo es un juego,
un producto de esta relación de amor-odio, de polaridades energéticas, de
contrapuntos, de enfrentamientos y reencuentros, de expresiones e ignorancias.
El sujeto es y no-es. El objeto se deja ser y no-es. Se dice que el sujeto es
activo y el objeto pasivo. Pero los cantos de sirena del mundo y las cosas,
lanzados a los vientos del acontecer, obnubilan una y otra vez a esa luminaria
que ejerce siendo y creyendo que es, acotándose en la frontera irreal con
los fenómenos, “haciéndose existir” en esta pugna por la
supremacía.
Y en ese poro de la eternidad, en ese pliegue impagable del
infinito, la nada se escurre y en su “desliz” roza con el vacío
produciendo tornados que inventan un aquí y un allá, un principio y un fin, un
propósito. Esos movimientos y no-movimientos centrífugos y centrípetos de la
nada, generan en lo imposible la posibilidad de la experiencia y ésta pare a su
vez a sus bastardos: el sujeto y las cosas, el individuo y el mundo, el amor y
el odio, y toda una gama de fuerzas y energías relacionadas que convenimos
(¿quién?) en llamar emociones y sentimientos; etiquetas, conceptos y
pensamientos. Materia y Espíritu. Dios y el hombre. Religión y Ciencia. Leyes
humanas, leyes divinas. Vida y muerte. Salud y enfermedad. Alguien versus
nadie. Nada versus algo. Cristo versus demonio. Malo y bueno. Luz y sombra… vacío
y nada.
Indiana Om
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