Extracto del relato
ENFER
Los suburbios de la conciencia.
Indiana Om
Unos coros deliciosos se deslizan en ese fulgor. Si existen
los ángeles, esas debían ser sus voces. Jamás escuchó armonías iguales. Ni las
Cantatas más refinadas de Bach podrían acercársele. Unas figuras desvaídas en
sus contornos se le muestran al paso, como relieves tallados en la luz de la
cripta Gaudí. Graciosamente difuminan sus apariencias para volver a
reorganizarse, como si de una coreografía celestial se tratase. ¿Cómo era
posible que en el Enfer pudiera siquiera imaginarse tal espectáculo?
Fran avanza, como un soberano, por el pasillo que abren en su
evolución. Jamás conquistador alguno estuvo mejor flanqueado. La música es cada
vez más álgida, más prístina. Se diría que la luz toda canta, rezuma gloria
inmaculada. Unas plegarias ritmadas se suman desde lo más alto de la escena,
como una lluvia dorada, con unos sones que abrazan el espíritu, bañándolo de
las joyas vibratorias más exquisitas. Olores de perfumes y aromas de inciensos
refinados se esparcen por todos los poros de la escena. Ni la más inspirada de
las obras de arte en la cima del genio humano, podría siquiera soñar con una
composición así.
Su alma parece gravitar en todos y cada uno de los puntos de
ese ensueño. La más excelsa de las experiencias se prosterna ante él. Lo humano
y lo divino se besan en un eterno instante sostenido, como el silencio en el
culmen de la sinfonía de los universos.
Fran, que ya no es Fran, cae en un éxtasis arrebatador,
desnudo de sí, desprovisto de todo argumento, y se siente irremediablemente, de
una forma trepidante, arrastrado con loca celeridad, hacia delante. Todo parece
vibrar más intensamente que nunca, como si fuera a estallar en mil pedazos de
vidrio frágil. Las armonías elevan sus octavas a cotas indescriptibles. El
recorrido de rumbo impreciso de pronto eclosiona con una gigantesca esfera,
alumbrada por la radiante luz de un millar de supernovas feneciendo. De repente
todo se detiene en un impas densamente calmo. El alma se serena. La mirada
íntima se posa. La fulgurante luminosidad se disipa un tanto, lo justo y
preciso para permitir apreciar una forma oscura en su centro. Algo se agita
nerviosamente en ese tumulto diminuto que se muestra ya mucho más claro. Una
pequeña configuración, como de aspecto piramidal, parece recubierta por innumerables
cordajes negros que se retuercen por toda su superficie. Son reptiles,
serpientes, que brillan ávidas en sus convulsiones, como cadenas que
esclavizan, amarrando arteramente, a lo
que parece ser alguna forma de vida mayor que ellas.
Las sierpes sisean con estremecedor vibrar, contorsionándose
amenazadoras ante la presencia del intruso. Fran, paralizado de necesidad por
la contrastante escena a la que le ha llevado el angelical recorrido,
nuevamente no atina a comprender el sentido de todo esto. No comprende lo que
debe hacer, si es que hay algo en ello que le incumba. De repente, una extraña
sensación le invade. Se trata de un rayo fugitivo de certeza que le atraviesa.
Es como si, de todo lo presenciado esa interminable noche, esta escena le fuera
la más familiar. La más propia. No atina a descifrar de qué va el asunto
exactamente, pero algo resuena en su más íntimo espacio de consciencia. Él ama
ese asunto. Lo ama sin remedio, como a él mismo. La compasión atraviesa su
corazón en un fugaz segundo y todo comienza a dar un giro extraordinario. Cada
víbora negra que cubre la forma, adquiere al punto una historia ante sus ojos.
Un hábito, una repetición condicionada, un acto en su vida reincidente,
desaparece. Todos los mecanismos automáticos y viciados, encarnados ahí,
estallan al unísono, y todas las sierpes retroceden como un ejército en
retirada desordenada. Hay un momento de sorpresiva calma, expectante, en el que
todo se ha desarrollado muy rápido. La forma antes recubierta de mil y una
experiencias reforzadas por la repetición de toda una vida, queda al desnudo.
¡Un niño! Un bebé tierno y risueño se muestra, sentado en el
suelo, ante sus atónitos ojos. Su piel es blanca, muy pálida. Y sus enormes
ojos brillantes parecen reclamar su atención al completo. Se trata, ahora está
seguro, de él. No es que sea Fran. No es que su infancia le esté siendo puesta
de manifiesto, como tantas otras vivencias antes, no. Es acaso la parte más
idéntica a él que pueda recordar. La parte más pura de su existencia. Es la misma
existencia, la vida, al natural. Es la Naturaleza humana hecha Fran. Los
paraísos, que creía ya perdidos, manifestados en esa apariencia. Es él en
esencia bruta. Su quintaesencia.
Fran descubre aquello que ha estado latiendo –clamando- en su
más entrañable intimidad, todos estos años, en forma de búsqueda. Algo que
creía ya olvidado e irrecuperable. Tan suyo como la propia infancia. Tan
inocente, como la mirada limpia de ese infante. Un núcleo absolutamente
enterrado por millones de maneras y ademanes adquiridos como identidad, y que
habían desplazado esa ternura inmaculada de la primera mirada que lanzó a este
mundo. Porque de eso se trata, de la auténtica experiencia de este mundo, sin
tapujos ni justificaciones que acrediten pobre y miserablemente una mirada
extraviada, que distorsiona la verdad de una existencia sobrevenida.
Toda la Historia de la humanidad sustituyendo con sus
abstrusos tratados esa mirada inmediata y rotunda en ese niño, la experiencia
directa y natural, desnuda de artificio. Todas las guerras y batallas libradas
en pos de un extravío. Tanta sangre derramada, tanta ciencia desplegada, para
suplir un accidente, un error original. Tamaña mentira disfrazada de ley
sagrada y de fe. Tantas eras y escenas olvidadas, presenciadas esa noche,
magistralmente mostradas por el señor de la tiniebla, el maestro de ceremonias
del Enfer. Del infierno que el mismo hombre había causado en él. En él mismo.
En sus entrañas. En los suburbios de su consciencia.
Eso era lo que el boss más increíble que imaginarse pueda
uno, le había estado apuntando toda la noche. Más allá de sí. Mucho más allá de
lo que el mismo gurú podía mostrar. El señor de lo oscuro, el sostenedor del
juego de magia más atronador, el del hombre extraviado en su soberbia, había
muerto a él mismo por unos instantes lacerantes para poder señalar lo que era
allende su cometido, su esencia, su razón de ser. El Maestro del dolor y del terror
que atenaza las vísceras más hondas, donde habitan todas las pasiones
distorsionadas de la especie, había desaparecido en Fran para que Fran pudiera
nacer de nuevo. El boss nunca hubiera podido –aunque lo hubiese querido-
seguirle hasta allí. Para que la luz brille, debe extinguirse de necesidad la
sombra. Para que la polaridad, la dualidad que habita el reino de la conciencia
de los hombres, dé paso a una visión trascendente, debe morir el hábito
ancestral de la separación, de la distinción.
Fran, no obstante, había sido capaz de encender una chispa,
con su lealtad y devoción sincera, de amor. Había remembrado el fuego aún no
apagado, en lo más oscuro de la depravación de la ignorancia. Había combatido,
sin pretenderlo, en las filas del Principio más universal que relaciona y
sostiene en lo más hondo, toda la Manifestación. Había sido portador del fuego
de la vida entre las tinieblas de la muerte.
Ahora ve el error en el que toda la raza está sumida. Una
raza que ha adoptado unos significados que han transgredido todas las
autenticidades, todas las experiencias directas a las que cualquier individuo
podría acceder. Se apunta en todas direcciones menos hacia uno mismo para
descubrir nuestra herencia, nuestra infalible e irrevocable verdad. Incluso las
mismísimas religiones han despistado las huellas de aquellos que han pretendido
aventurarse un tanto más allá de lo establecido, de la comodidad precocinada de
las doctrinas, sometiendo esos indómitos caracteres por la misma fuerza, si ha
sido preciso, castigando con el ostracismo o la muerte a los que han buscado la
vida. Jueces inquisitivamente blancos, vestidos de pálidas luminarias,
imponiendo la ley más oscura, más ignorante, más extraviada.
Aquellos que buscaron asomándose en su interior retrocedieron
pronto y al punto, ante tanto horror como el que Fran había presenciado esa
noche oscura del alma. Millones de almas huyeron despavoridas al más mínimo
síntoma del infierno que gobierna el interior del hombre. Fran, esa eterna
madrugada, como la más dilatada madrugada del nazareno en el huerto de los
olivos, como las insistentes jornadas preñadas de tentaciones del príncipe
indio bajo su árbol del refugio, ha ido más allá, un poco más allá de lo que
habría sido capaz, tal vez, el más arriesgado de sus contemporáneos.
Auspiciado, precisamente por sus propios demonios, con los infiernos por todo
escenario de oración, ha traspasado su negror, su miedo ancestral a la verdad.
Ha rasgado con el arma del sentimiento, el corazón del mismísimo Lucifer. Ha
desnudado -desarmado- con su sencillez, al señor de las tinieblas más
recónditas del hombre, y ha triunfado sobre la muerte. Ha sobrevivido a su
propia muerte, precisamente, feneciendo a su vida, extinguiéndose a lo
conocido, a lo de siempre, a la convención cómoda y adormecedora de la eterna
explicación de la razón y el pensamiento adoctrinado, en el que sus coetáneos
parecen estar sumidos.
Bañándose en los inocentes ojos de ese niño, anegándose de su
fulgor, Fran ha despertado a su sueño.
¡Qué gran paradoja rodea la existencia humana! Es
precisamente el arma más poderosa, la conquista del pensamiento sobrepuesto a
la condición animal, que valora como inferior en la escala evolutiva, la que le
condena eternamente a vagar más allá de su verdad que se explica a sí misma sin
necesidad de ello. En su carrera lineal por el desarrollo, el hombre ha
extraviado la ruta hacia sí, inventando mil vías sustitutorias en nombre de la
Ciencia, la Religión o del Arte, el Poder o la Verdad.
Es precisamente hundiendo sus pasos en el fango más
pestilente, donde la ruta se desvanece a los ojos del aventurero más avezado,
en lo más recóndito y secreto de la basura hedionda, y no en lo más alto y
veleidoso, donde luce la más intensa luz de la sabiduría.
Es precisamente en lo más bajo, que está lo más excelso. El
Secreto así se ha venido protegiendo a sí mismo, generación tras generación,
época tras época, era tras era. Siempre estuvo, siempre estará, ahí, ante los
ojos del que atine a mirar, a ver algo más que un obstáculo, a hollar la
contradicción. A admitir su mentira. A morir por su verdad. Eternamente
disponible para el que no ame la fuga del éxtasis. Para el adorador del más
doloroso éntasis.
Luz. Sólo queda la luz. Todo se sume en un resplandor cegador
de todas las iras e ignorancias, que consume todas las existencias erradas,
todas las elecciones posibles.
Luz y sólo Luz.
Luz.
Indiana Om
No es fácil atravesar la noche y mucho más difícil desnudarse de todo lo que creemos que somos. Tristes mortales que sólo sabemos sobrevivir.
ResponderEliminarMe ha encantado volver a leer este trocito de tu querido relato "Enfer".
Un abrazo muy grande querido Indy
mj
Sí, la mayoría realizamos las búsquedas entre luces y "reflejos" queriendo ver en cada una de esas manifestaciones un síntoma de evolución, atrapándonos en estos espejismos con sus luminarias cegadoras. Creo que es hora de ver la verdad hasta (o sobre todo) en lo que no parece tan grato a nuestra consciencia espiritualoide. Saber encontrar el obstáculo autoimpuesto y no reprimirlo escondiéndolo más....Que todo sea y que todo salga a la superficie para que nos muestre su luz reveladora... Nuestras mentiras y pequeñas verdades...
ResponderEliminarGracais amiga por comentar....