Extracto del relato
"Ojos de Fuego"
Indiana Om
El tiempo de los dioses se detiene. El de los humanos se
escurre, como la primavera que, lentamente, sin frontera definida, da paso al
estío.
Los calores empiezan a escampar. Las tierras se visten de
ocres y verdes aceitunados. Los frutos a la sazón revientan jugosos en los
árboles. Las aves trinan a todas horas y las chicharras martillean la soledad
de los campos.
Maggie disfruta como una colegiala en sus vacaciones
estivales. El ocio se le antoja la más sabrosa ocupación, el más ancestral de
los juegos. No ha vuelto a tomar los pinceles. ¡Su pasión artística queda ahora
tan lejana! Se diría que jamás empuñó un carboncillo apenas para dibujar algo.
Sus ansias de expresión están colmadas con creces. Maggie ahora ya no sueña.
Está despierta ¡y mucho! en su propio sueño. No necesita anhelar. No necesita
desear. Todo está saciado de antemano. No necesita… ni siquiera pensar.
“Ojos de fuego” no se separa de ella apenas. Es un acto
natural en ellos permanecer todo el
tiempo juntos. Se diría que tratan de aprovechar esos días robados al ritmo de
los humanos, como si fueran a acabarse en cualquier momento, como si fuera el
último de sus existencias.
Una brizna de temor asoma por vez primera en el ánimo de
Maggie. Tanta felicidad prolongada le hace sospechar a veces lo peor. Llevan
allí ya cuatro estaciones, juntos, en esa casa. Desde aquella noche torrencial
de otoño en que se encontraron. Esta sombra atenaza su corazón al despertar
sola en su cama. “Ojos de fuego” no está.
La mujer que comienza a respirar con cierta angustia, baja
las escaleras en su busca. Cada escalón es una dentellada del miedo. Maggie pronuncia
indecisa una y otra vez el nombre del chico, in crescendo, hasta el grito. El
silencio responde. La puerta de la calle está abierta de par en par. Cuando se
precipita al exterior tampoco halla al muchacho. Su carrera le lleva más allá
de la portezuela de madera que da acceso a la finca, y corre, corre desesperadamente
por los campos bajo el manto azul de Prusia de la noche, con la letanía del
nombre. Sólo las estrellas asisten con su frío silencio allá arriba. Los
mochuelos entonan melancólicos réquiems. Al fin, ella llega al mismo lugar
donde hicieron el amor por vez primera, bajo las primigenias nubes de la
primavera extinta. Allí, bajo una monumental luna llena, acierta a descubrir a
“ojos de fuego” que permanece sentado, sereno, silencioso. Maggie, que ha
aminorado su marcha hasta detenerse en seco, se acerca ahora respetuosamente,
despacio, casi de puntillas, como quién accede a un lugar sagrado, como quién
no quiere ser oído, como para no profanar ese halo de misterioso secreto que
envuelve la escena toda. Se llega ante la figura sedente casi inclinándose por
completo en reverencia, y luego, tras una solemne pausa, como en una ceremonia,
se echa ante el muchacho en una improvisada postración. La mujer besa los pies
y los enjuga con sus lágrimas cálidas, hijas del temor y la alegría a la vez. Alegría
de haber comprobado que sus miedos eran infundados. “Ojos de fuego” permanece
inmóvil, como una estatua. Como si no se hubiese percatado de la presencia de
Maggie. Pero a ella eso no le preocupa en ese instante. El tiempo se ha
detenido de nuevo. Los recuerdos se han desvanecido. El futuro espera ahora un
tanto más lejos. Las galaxias prosiguen
imperturbables su danza cósmica sorda, lejana. La estación avanza. Los grillos
cantan incansables su hermosa nana.
Indiana Om
Un extracto, un trozito de ese gran relato "Ojos de Fuego" al que se siente que le tienes un gran cariño. Gracias por recordar.
ResponderEliminarUn besico
mj
Sí que le tengo mucho amor a ese relato...refleja algunos de mis puntos clave.
ResponderEliminargracias por comentar...